4.
La guerra es la paz
La consigna
del partido en el 1984 de Orwell es la guerra es la paz: un lema acorde con el
Ministerio de la Paz, que sustituye al Ministerio de la Guerra o el Ministerio
de la Verdad, donde el protagonista del libro se encarga de escribir la
historia:
Oceanía
estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con
Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años
quedaba anticuada, absolutamente inservible. Documentos e informes de todas
clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas, bandas sonaras,
fotografías... todo ellos tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo
(Orwell, 1995: 182).
Los
paralelismos de lo descrito en el libro con la época actual son más que
evidentes. Basta comprobar cómo el Islam dejó de ser un aliado de Estados
Unidos en su batalla contra el comunismo para convertirse en el
"enemigo" número uno de la sociedad occidental. Cosas similares
podemos decir de China, la antigua Unión Soviética o diversos países de
Centroamérica.
Evidentemente
aquí se trata de una cuestión de política internacional, pero no podemos
abstraernos de las asombrosas similitudes que hay entre el 1984 de Orwell y los
primeros años del siglo XXI, donde la guerra contra el terrorismo sirve como
excusa para limitar las libertades de la población en aras de la seguridad
global, al igual que en la novela de Orwell, donde la permanente guerra –aunque
con enemigos alternos– justifica el totalitarismo del Gran Hermano. La similitud
es tal que se descubre además que el lenguaje es utilizado tanto en el Ingsoc
como en la sociedad actual para hacer creer a la ciudadanía que la guerra
asegurará la libertad, la seguridad y la democracia. Que estas afirmaciones las
haga un gobierno o un partido político es comprensible, pero no que se realicen
por los medios, siempre y cuando éstos fueran objetivos y neutrales. El
problema lo encontramos tan pronto como descubrimos el seguidismo que se hace
de la doctrina oficial y su lenguaje. Y es que la terminología que utilizan los
gobiernos para definir determinados hechos o ideas se traslada miméticamente a
los medios de comunicación, que con escaso pudor optan por repetir esos
términos. Conocemos además, que el léxico utilizado para informar sobre un
hecho tiene un valor esencial (Van Dijk 1995: 25). Tampoco hacen faltan muchos
estudios para comprender que una idea, un acto o una persona puede ser
calificada de muchas formas, atendiendo a los numerosos sinónimos de los que
dispone cualquier lengua y, en nuestro caso, el idioma español.
Pero más allá
de que todos los ministerios o departamentos se llamen de defensa –en lugar de
guerra– existen palabras que no son ajenas a los lectores de cualquier
periódico y que al final puede conseguir incluso que una sociedad determinada
termine apoyando una guerra.
Con esos
argumentos se recoge el papel de los medios de comunicación en conflictos como
el de El Salvador y Nicaragua y otros países de Centroamérica, donde Noam
Chomsky hace un estudio exhaustivo del tratamiento mediático realizado acorde
con los intereses políticos del Gobierno estadounidense. Mirando un poco más
atrás en el tiempo los EE.UU. calificaban de “aldeas estratégicas” los campos
de concentración que creaban en Vietnam del Sur (Chomsky, 2005: 278).
Lo cierto es
que ejemplos hay tantos como guerras o "conflictos armados" hay en el
mundo. El interés de un país o una
determinada
administración política va a marcar la línea de los medios de comunicación que
se podrán sumar en masa a la defensa del Reino Unido en la guerra de las
Malvinas o cubrir la guerra en Yugoslavia de una forma absolutamente errónea y
parcial (Pizarroso, 2004: 31, 37-38). Y como es de esperar, la realidad termina
por disiparse en acontecimientos difusos que se escriben una y otra vez según
el interés que hay detrás:
Hay una
guerra de Irak contada por los medios de comunicación occidentales y otra por
los medios árabes. Hay una guerra de Irak interpretada por el Gobierno de
Estados Unidos y otra por la mayoría de los Gobiernos de Europa. Existen
diferentes guerras según la cuenten chiíes, suníes, kurdos, habitantes del
norte, del centro o del sur de Irak, incluso del norte, del centro o del sur de
Bagdad. En España hay una versión de la guerra de Irak, de su origen y sus
efectos construida por la izquierda y otra por la derecha. (Caño, 2005)
5.
Dos minutos de odio
Los minutos
de odio de la novela de Orwell tienen como claro fin conseguir que la población
se identifique con la doctrina del Partido y comparta el odio hacia el enemigo
que, como podemos observar en el libro, cambia según discurre la guerra, con lo
que la población tiene que cambiar el destinatario de su odio, pese a que en
los ciudadanos no hay conciencia real de ese cambio (Orwell, 1995: 180-182).
Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de
ellos dejaba de ser Goldstein el
protagonista.
Era el traidor por excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la
pureza del Partido. [...] Él era un objeto de odio más constante que Eurasia o
que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas
potencias, solía hallarse en paz con la otra. [...] A los treinta segundos no
hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de
torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los
presentes. (Orwell, 1995: 19-
21) Estos
minutos provocan un odio que se materializa en actitudes racistas o xenófobas,
excluyentes, discriminatorias contra personas de distinto sexo, religión, raza
o nacionalidad. Así podemos recordar a los judíos de la Alemania nazi, la
conspiración judeomasónica de la dictadura franquista, los troskistas de la
Unión Soviética o los comunistas de la guerra fría son ahora los musulmanes del
Occidente civilizado y democrático. En la actualidad, la utilización del
fundamentalismo islámico se ha extendido tras los atentados del 11 de
septiembre de forma generalizada y, en la mayor parte de las ocasiones, se ha
cometido el error de englobar toda una religión, país, comunidad y corriente de
pensamiento en el mismo término o en otros semejantes (Renold, 2003: 93-108).
Lo trágico es
que el odio no necesita una guerra para manifestarse. De hecho, en las
sociedades actuales, el racismo se ha consolidado como una lacra que debe ser
atajada, pero que, sin embargo, se extiende a los medios de comunicación con
una pasmosa presencia sin que nadie se percate de los mensajes nocivos y
bordeando el delito que muchos hacen. Es evidente que el origen geográfico no
origina el delito (Pablos, 1997: 86-88) por mucho que algunos medios se empeñen
en considerar lo contrario y en recoger en titulares los delitos cometidos por
extranjeros, y destacar en éstos la nacionalidad de los delincuentes, lo que no
suele ocurrir cuando los presuntos autores del delito son nacionales o del
mismo municipio o provincia que el diario en cuestión.
Y los otros
pueden ser tus mismos ciudadanos, ni siquiera es necesario que vengan de fuera,
basta con que no sigan la doctrina del partido. Por eso, en el 1984 de Orwell a
los disidentes y los que no apoyan el estado se les castiga y se les difama
públicamente.
Esta
difamación pública podría ser el objetivo de “la fórmula del Valle del Mohawk”
donde los otros, en este caso sindicalistas que se oponen al “estado de bienestar”
en una comarca, terminan siendo víctimas de la propaganda corporativista.
(Chomsky
2005: 313-314). La idea de esta fórmula era básicamente movilizar a la
comunidad contra los huelguistas y los activistas sindicales, presentando una
imagen negativa que a día de hoy es habitual. Prácticamente es imposible
encender la televisión sin verla. Desde que se experimentó en los años 30, esa
imagen ha corrido a raudales. Y hasta el día de hoy, que las empresas y las
grandes corporaciones marcan el desarrollo de la sociedad en dura o estrecha
pugna con los estados.
Parece lógico
considerar que con el fin de la guerra fría, sus enfrentamientos entre los
Estados Unidos y la Unión Soviética, se puso fin al mismo tiempo, a una no
menos importante batalla entre el capitalismo y el socialismo. De esta forma, y
tal y como auguró el pensador y político estadounidense Francis Fukuyuma en su
obra El fin de la historia, ya no habría más ideologías. El capitalismo,
en ese momento, según explican y argumentan muchos historiadores y sociólogos,
pasó a llamarse globalización, adoptando así un término mucho más neutro y que
no contenía la carga negativa que, para muchos, tenía el capitalismo. Y así se
confirma la tendencia de las grandes y medianas corporaciones de suavizar su imagen,
recurriendo a
la neolengua, para evitar ser acusadas de primar en exceso los intereses
económicos por encima de los
intereses de
sus trabajadores, empleados o asalariados.
La prueba del
nuevo lenguaje usado por las empresas resulta más que evidente, con los
recursos humanos a la cabeza, que sustituyen a los antiguos departamentos de
personal o, de forma más habitual, los expedientes de regulación de empleo, que
es tan sólo un mero eufemismo de la palabra despidos, que, como es obvio, no
cuenta con la misma aceptación por parte de la opinión pública.
Es nuevamente
Noam Chomsky el que hace un análisis bastante amplio de la propaganda
corporativista, definiéndola como una "industria inmensa" que, entre
otros, controla los medios de comunicación con el único fin de "controlar
la mentalidad pública", es decir, "la mayor de las amenazas a las
corporaciones desde el comienzo del siglo XX". (Chomsky 2005: 310).
Esto tiene
una consecuencia más que evidente: los medios de comunicación, como grandes
corporaciones y, a su vez,
defensoras de
otras grandes corporaciones, lanzan mensajes de adhesión a los nuevos partidos
y proclaman sin cesar las bondades de las empresas, países y sectores sociales.
Mientras tanto, los otros, los destinatarios de los minutos de odio, son
reflejados como los enemigos del estado del bienestar. Afortunadamente para una
gran parte del mundo occidental los sótanos del Ministerio del Amor y la
policía del pensamiento no existen, o eso dicen los medios de comunicación del
Gran Hermano.
6.
Conclusión
No es difícil
llegar a la conclusión de que el lenguaje puede modelar el pensamiento humano.
De hecho, ya partimos con esa premisa: el lenguaje se aprende de una forma
natural y, con él, puesto que las palabras no son hechos abstractos y llevan
aparejados unos contenidos, se van asimilando ideas o conceptos, hasta que todo
el conjunto crea un pensamiento que es personal. Los debates en la lingüística
están a la orden del día y aún existen discusiones acerca de si el pensamiento
humano determina el lenguaje o si, por el contrario, el lenguaje es el que
engloba y determina lo que el ser humano piensa.
El problema
está quizás en palabras que no tienen una representación visual, como pudiera
ser el caso de libertad,
democracia,
justicia, o las referidas, como dijimos antes, a sentimientos o sensaciones.
Sin embargo, hoy no se contempla, por ejemplo, la posibilidad de que exista una
democracia que no tenga un parlamento o un congreso y, desde luego, podemos
observar cómo se intenta expandir por Oriente medio un concepto de democracia
occidental que choca con la población de esos países. Lo mismo podríamos
aplicar a una multitud de términos que tienen una consideración distinta en
cada país o incluso región y cuyo significado está determinado por los que están
posesión de las palabras. Donde tampoco tiene que haber duda alguna es al
comprobar cómo las personas terminan confluyendo sus pensamientos individuales.
Es algo extraño pensar que el individuo, como ser único, elabora su propio
pensamiento de forma aislada y posteriormente confluye con otros. Resultaría de
esta manera muy extraordinario comprobar que palabras, esencialmente aquellas
que no tienen un significado fijo o concreto –referidas especialmente a
contenidos o conceptos abstractos e inmateriales–, tengan la misma
representación conceptual en sujetos que no se conocen y cuyas vidas apenas
tienen nada
que ver. Y la
respuesta viene de la mano de van Dijk, con su mirada incisiva sobre las
estrategias de manipulación, legitimación, creación de consenso y el resto de
mecanismos discursivos que influyen en el pensamiento, lo que conlleva la
adopción de una postura crítica y de oposición contra los que ocupan el poder y
las elites, particularmente contra aquellos que abusan de su situación, como es
el caso del protagonista de 1984, que se rebela contra ese poder y que,
curiosamente, trabaja como encargado de adecuar las noticias ya existentes a
las nuevas realidades como parte de su empleo de propagandista del sistema, en
una especie de gabinete de prensa que cumple su función eficientemente. Las
dudas están disipadas desde hace tiempo, puesto que, a pesar de que hay
excepciones en las que el lenguaje surge de la calle y se extiende de forma
incontrolada e imprevista, la mayoría de las palabras –especialmente las que
pueden ser peligrosas para el Gran Hermano de Orwell– suelen tener unos
significados concretos y bien definidos.
La
utilización de tipos concretos de lenguaje con propósitos políticos forma parte
de una larga tradición histórica en el
desarrollo humano
y, para comprender cualquier sistema político, debemos comprender el
significado creado por ese
sistema. En
lugar de aceptar a ciegas el sentido, uso y verdad de los líderes políticos y
las noticias, tenemos la obligación, como ciudadanos de un Estado democrático,
de cuestionar, discutir y comprender el lenguaje que nos proporcionan quienesafirmar
representar nuestros intereses. (Collins y Glober, 2003: 13)
La propuesta y la
interpelación al individuo para que éste sea consciente del lenguaje que está asimilando
no debe ser
pasada por alto. De lo
que se trata es de ejercer una asimilación de la información de forma activa,
es decir, que el sujeto sea consciente de lo que lee, escucha o ve por la
televisión. La credibilidad que se otorga a los medios de comunicación como
verdaderos y fieles transmisores de la realidad debe ser desterrada de forma
inmediata. Tampoco se trata de afirmar que los medios mienten, pero sí de
comprender que el lenguaje que se utiliza, con sus expresiones y términos,
lleva aparejado unos conceptos que están estudiados para modelar y dirigir la
sociedad en una dirección determinada.
Resulta tentador entrar,
en este punto, a destacar algunos aspectos que se encuadrarían en el plano de
la política o
sociología, pero no sería
necesario, ya que el propósito no es desmitificar o criticar determinados
sistemas políticos, sino comprobar que los medios de comunicación repiten una y
otra vez un lenguaje que sí tiene un fin político. Aún así, sería necesario
apuntar que no hay sistema político que no pretenda modelar las palabras y
darles un concepto determinado –es prácticamente imposible–. Quizás, la única
opción que le queda al individuo es aprender por sí mismo y comparar el
lenguaje utilizado, con sus respectivos términos y expresiones, en distintos
conceptos y épocas.
Y en este aspecto los
medios de comunicación son los que deberían buscar esa objetividad y ser
consecuentes con una terminología concreta, y no utilizarla tal y como hace un
país o sujeto determinado. Los resultados serían estremecedores, ya que
observaríamos cómo, por poner un ejemplo muy recurrente, los terroristas
serían, según los diccionarios, los sujetos que cometen actos destinados a
infundir terror. Sin embargo, tal y como son descritos por los medios, en
algunos lugares y dependiendo del interés político, algunos sí son terroristas
mientras que otros sujetos, con actos similares, no sólo no son calificados de
tal forma, sino que pueden ser considerados como ejemplos para la ciudadanía.
La solución a esta disfunción del lenguaje parece compleja, puesto que el
idioma es algo vivo, que evoluciona cada día y que se enriquece o se empobrece
–según las opiniones– con las diversas aportaciones que vienen de otros
idiomas, de otros países o de distintos estratos sociales. Lo que no parece tan
complejo es exigir a los medios que no caigan en el error de repetir el
lenguaje que nos indica la fuente y, especialmente, cuando la fuente tiene la
osadía de afirmar que está en posesión de la verdad. Posiblemente la única
solución pasa por informar, dar los hechos, describir los acontecimientos y que
sea el receptor de la información el que decida valorarla y aplicar los
calificativos o términos que desee. Puede que sea posible, pero no parece
sencillo.